EL JUGUETE PERDIDO de Irene de Santos

La historia se desata cuando Marco y Connor tiran de una hebra de recuerdos que giran en torno a “un camión rojo, grande, bonito, con una plataforma para carga y barandas de madera en los costados, una compuerta en la parte de atrás y defensas metálicas cromadas y relucientes”, cuya desaparición ocurrió en la ciudad de Detroit, durante una noche de tormenta que marcaría la vida de una familia.
Empezará entonces un viaje hacia el pasado, a Madeira, el lugar donde todo comenzó, una isla pequeñita, muy verde y escarpada que emerge tímidamente del Atlántico a más de mil kilómetros del país al que pertenece, punto desde donde emigró cuando aún era muy joven quien habría de convertirse años después en el padre de Connor: él le regaló el camión rojo en su noveno cumpleaños, el último que pasaron juntos.
Porque las circunstancias y las situaciones de las familias se repiten con mayor o menor gravedad y se esparcen a lo largo de generaciones como las ondas que produce una piedra al caer al agua, como en una especie de prueba que estas superarán apoyándose entre todos. Esplendor y ruina parecen sucederse en bucle en las diferentes etapas de la existencia del ser humano y su descendencia, hecho que se extiende hacia sus creaciones, como, por ejemplo, en las ciudades levantadas por él.
Así, las familias solo podrán superar sus momentos de decadencia, al igual que las ciudades en las que el ser humano ha volcado su fuerza creativa, con el apoyo que surge del amor del que han nacido y sobre el cual se fundan; ese es su cimiento. Los abuelos, esos seres cuasi invisibles en ocasiones, que parecen suspendidos en el limbo de la historia, son valiosos baluartes de los que tirar en momentos de necesidad. Aunque con frecuencia sean relegados por la sociedad de las prisas, aún tienen mucho que ofrecer.